La certeza del abismo

Para Nicolás Carvallo, oyendo su «Diván»
Me gustaría decir algo sobre nosotros, o por lo menos de mí.
Hay algo extraño en las formas de las palabras, o con precisión, en las representaciones que las voces configuran, en los tonos en que se mueven por entre los cuerpos. A veces me gusta pensar --para hacer obsoleto el tiempo, opacarlo en su pasar-- que todas las voces son similares para el imposible oído imparcial, que las diferencias son únicamente producto de la materia con la que chocan luego de proferidas. Pero el camino de la reflexión es una pérdida de tiempo, claro, por eso mismo lo practico cuando el tiempo es lo que menos importa.
¿Por qué no puedo hablarlo libremente? Como si se tratase de un suceso más dentro de la vida, como comprar el pan o leer el diario un domingo por la mañana, porque a fin de cuentas todo lo que ocurre, que a alguien le pasa, son fragmentos de un vitral enorme que jamás veremos en su totalidad. En momentos se le intuye, se le puede incluso divisar borrosamente en instantes cruciales, pero el resto del tiempo, la imagen enorme no se muestra mientras se va construyendo. Quisiera borrar este dolor. Al borrarlo, imagino, se iría una parte importantísima de mi personalidad. Ya. Supongamos que ahora soy feliz, y me reencuentro con un tipo perdido hace varios años. Físicamente nos reconocemos, pero al hablar él se desconcierta: yo ya no estoy, me he ido junto con la llegada de la sonrisa a mi rostro. He mutado en algo irreconocible hasta para mi madre. Los cambios.
Si no puedo decir algo sobre nosotros, contaré algo que nos ocurrió. Cuando la conocí supe al poco tiempo que eso, que conocerla, se habría de convertir en un hecho fundamental para el resto de mi vida. Si en el juego del propio reconocimiento hasta creí comprender mi pasado. La imaginé entonces como una lámpara, que me hacía comprensibles los sucesos que me habían hecho ser quien en ese momento era. Pero todo se desvanecía de inmediato, porque cuando comprendía tal o cual rasgo de mi carácter, por ejemplo mi alejamiento de la higiene, éste era reemplazado rápidamente por otro, que no tenía por qué ser su opuesto exacto, pero que se le superponía y hacía impensable que alguna vez reprochase públicamente el pelo húmedo o la piel olorosa. Recuerdo eso, pero hacerlo no es decir nada sobre ella, sino sobre mí. Y en lo que a mí respecta, yo no le importo a nadie, ni a este cuerpo que me sostiene, que quiere correr de la memoria. Torpe él, porque hacerlo implicaría moverse sin saber qué se hace. Me quiero aferrar a la idea de la memoria como anclaje, de la maravilla del pasado, a la grandeza de los fantasmas que nos persiguen. Un llanto que se muestra como horizonte de comparación.
Hay que huir pronto, hay que dejar esto como está y ya. Correr y escapar de una vez por todas. Habría que moverse en otras direcciones: desdoblarse. Partirse en dos o tres partes y cada una que salga para donde quiera ir, donde sea pero no más aquí. Basta del acá. Digo que este blanco no es un buen lugar para morir, nada más. No es un lugar confortable, si ni siquiera se puede cavar una tumba como es debido hacerlo. Tú cavas y aparece un cardumen entero y luego las focas que quieren devorarlas. Eso ya ha pasado y lo sabemos, ¿por qué entonces la insistencia? El recuerdo de otros sufrimientos antes sentidos, quizás nos ponga en la expectativa, en la esperanza de un futuro sin más dolor. Quizás sea necesario fundar una ciudad donde la muerte, su idea e incluso su palabra, sea erradicada de antemano. La ciudad de los dioses. De los nunca engendrados. De los ingénitos. La ciudad de los sin origen.
Te podría definir en una única escena: Tú devolviéndome el libro que te presté. Te pregunto si acaso te sirvió, yo sé que sí. Me lo confirmas, pero agregas: «aunque no es una buena edición». (¿Dije en verdad algo sobre ti o sobre lo que a mí me pasó con tu acto?) No sé por dónde tomar la frase. Si por el lado irónico, de que justamente estábamos frente al escaparate de una librería donde estaba la edición buena del libro, o por otro que no lo conocí nunca. Quizás debiera quedarme con la primera y dejar a las interpretaciones para otras cosas, para otras personas en otras situaciones, algo así como bajar la guardia frente a ti. Claro, si ya todo el daño estaba inflingido y ya nada más me podías clavar en el pecho, ni una gotita de sangre más me podías chupar: ya lo tenías todo. Sería sano conversar sobre esto, o eso pensé en aquel momento, pero para qué. Si ya toda la mierda había sido lanzada y tu retrete estaba brillante a fuerza de mis mocos o de tu llanto —de cocodrilo. Un lagarto gris que se mueve por las cañerías de Nueva York o Los Ángeles. Dicen que hay de esos viviendo bajo los pies de sus habitantes. Como el protoplasma diabólico que aparece en una película, que concentra todo el odio de la ciudad, y que de un momento a otro va a devenir monstruo enorme que destruirá toda la ciudad (primero) y el mundo (luego).
O no hablamos nunca sobre nosotros, y nunca nos conocemos ni siquiera de oídas, porque vociferamos siempre sobre los otros; o todo es siempre una voz solipsista, que refiere a sí misma, y lo mismo: o quedamos solos engullidos en la masa, o nos volvemos un ombligo, vueltos hacia dentro. La mónada que deja escapar pero no entrar. Quizás fueses el lagarto oculto que me rasgó la piel. Un movimiento necesario para el cambio. Hay que ver el sol luego de la tormenta, la luz luego del túnel. Y en eso insistieron todos. Como si no compartiéramos los mismos clichés, jugando a que yo venía de Marte y no comprendía en absoluto lo de las heridas con cuchillo oxidado: yo ya sabía que luego tendría que vacunarme contra el tétanos. O un Virgilio con faldas: llevándome al centro del infierno y luego huyendo, desapareciendo. Entonces me quedo ahí abajo y no sé regresar porque mi guía se hizo azufre. Habría sido divertido un periplo así. Siempre y cuando tuviese la certeza de volver a encontrarte en otro lado, sobre una colina pongamos el caso, materializándote desde una nube salida del suelo. Como este vapor que nubla la vista y no deja escribir con tranquilidad. Sube y mueve las hojas, a veces las calienta tanto que se diluyen, o no se diluyen pero la tinta se corre y todo se vuelve confuso al intentar leerlo nuevamente. Quizás nunca sepas qué estoy escribiendo. Quizás lo que leas sea un cuento infantil lleno de colores y de ositos bailarines y no esto. Cabría una exégesis a fondo para poder leer algo, lo que sea, y dar medianamente con la intención del autor. Pero no hay tiempo, lo sabemos. Ay, leer, leer, leer. Ay, escribir, escribir, escribir. Ay estos pasos, esta música y la cadencia que aletarga.
Es seguro que al final sólo habrá un barranco y abajo la nada. Eso es obvio, todos los caminos acaban de esa manera. Pero hay que caer con los ojos abiertos y gritando a todo pulmón como cuando nos subimos a una montaña rusa. Me lanzo y al segundo recuerdo la sensación que sentiré en los próximos minutos. Sé cómo mi estómago se contraerá, y sé que podré gritar por poco tiempo porque luego tendré la garganta seca, tanto por los gritos anteriores como por el viento que me entra por el hocico herido. Como cuando se saca la cabeza por la ventana de un auto a gran velocidad, y por dentro todo queda seco. He tomado un camino que se me presenta como inevitable. Escribir esto es tan necesario como ineludible. Poder salir de esta blancura también lo es. Hay que moverse rápido so pena de quedar prendado para siempre en la idea de salir y, dentro de ella, otra idea semejante y así, como un sueño dentro de otro. Pero en el tiempo de la conciencia los segundos son otros, como cuando hablamos de kilos aquí o en la Luna, porque hay diferencias notables entre uno y otro lugar. Hay que advertir sobre la relatividad de los términos, pero por sobre todo hay que advertir sobre la relatividad de los palabras. Sobre su imprecisión como de los choques entre sus sonidos, los mugidos con los que nos hablamos, de la imposibilidad que alguien entienda nada, de la inminencia de la soledad, y la certeza del abismo. ¿Digo algo ahora? ¿Dije algo sobre ti, sobre el nosotros ya ido? Cómo saberlo. Que porquería. Desvarío.


Rodrigo Salgado Boza